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Sábado, 30-05-09
Días atrás me llegaron a Madrid dos noticias impactantes desde la ciudad norteamericana donde vivo (Athens, cerca de Atlanta), en cuya Universidad de Georgia he enseñado durante muchos años. Primera noticia: el asesinato a tiros de una mujer por su esposo, George Zinkhan, profesor de esa universidad; también mató a dos personas más. La otra noticia: Matthew Stafford, un miembro del equipo universitario de fútbol americano, ha fichado por los «Detroit Lions» a cambio de setenta y ocho millones de dólares a pagar en seis años. Casi sesenta millones de euros. El jugador, que no cobraba un centavo porque era estudiante, ahora se convierte en multimillonario.
Noticias que me impactaron, pero no me obsesionaron. La excepcionalidad del crimen (prestigio del catedrático, muerte de la esposa y dos testigos, huida, encuentro en un bosque de su cuerpo desnudo) y la glorificación del atleta (conquista rápida del «american dream», aunque tuviera que abandonar sus estudios), han desencadenado una agobiante publicidad, que en el fondo significa esto: invitación a no pensar en los asuntos que más importan. Para unos, la ya legendaria pérdida en fútbol del Madrid ante el Barcelona supone peor derrota que no pagar la hipoteca. Para otros, la competencia ficticia entre las elegancias de Carla Bruni o de la Princesa de Asturias vale más que los temas políticos y económicos tratados por Francia y España.
La frase «Pan y circo» traduce la latina «panis et circus» o, dentro del contexto gramatical donde se originó, «panem et circenses». Así pues, con pan y espectáculos gratis, preferentemente deportivos, los emperadores en Roma silenciaban a las masas hambrientas. La frase resurgió siglos después en España como «Pan y toros». Carolina Coronado escribió que en el siglo dieciocho se le dio pan al pueblo y se le dieron fiestas de toros, pero en el suyo (el diecinueve), «a nosotros nos dan sin pan el toro». Hoy, con la brutal crisis económica, el pan no está tan asegurado y el paro laboral puede conducir al paro cardíaco. Los deportes se han convertido en una adicción de tal intensidad, que un fulano de Sevilla dejó ordenado que lo amortajaran con la bandera del Betis, y así entró, de verde y blanco, en la eternidad.
No sólo la hipérbole y el sensacionalismo atontan al pueblo a fuerza de martilleo en relación con el fútbol y demás deportes; sucede en ámbitos como el cine, la moda, la literatura, y esa tentadora levedad de noticias que llaman «del corazón». El martilleo ocurre incluso en la política y en la religión. Los políticos y pseudopolíticos son hoy personajes al nivel de los toreros famosos. Se comentan sus bodas, sus separaciones, sus delitos, pero creo que a muchos de ellos les encanta la publicidad por un motivo: que no se hable demasiado de su gestión, sólo de sus polémicas. Sin polémica no hay diversión. A los ciudadanos menos inteligentes les interesa el choque Rajoy-Rodríguez Zapatero y no sus ideas, igual que en el Coliseo romano a la muchedumbre no le interesaban las ideas de quienes se hacían pedazos. Y a propósito de las pasadas intervenciones de los dos en el debate del estado de la Nación, yo aconsejaría a Rajoy expresar un humor mucho más irónico y desgarrado; caramba, nació en Galicia, tierra de grandes humoristas. Y a Rodríguez Zapatero, que no repita tanto las frases y que reprima el fatigoso manoteo.
También atonta la religión, entendámonos, la religión-basura. Los domingos, en Estados Unidos, suelo ver programas donde los telepredicadores recomiendan la mejor forma de vivir para no ir al infierno. Incluso realizan milagros. Y piden que les envíen dinero; es increíble cuántos ignorantes obedecen. Recuerdo que una vez yo, metido en guasa, coloqué la planta del pie ante el televisor para que un ampuloso predicador, con más pulseras y anillos que Saturno, me curase un dedo roto; mi ansia fue tal, que caí al suelo. Sin embargo, hubo milagro, y fue que no me rompí otro dedo. Más: en cierta ocasión, paseando por un centro comercial mientras mi mujer compraba algo, se me acercó una bellísima muchacha, una increíble Venus de ojos glaucos como el mar donde nació, y tras breve charla, me preguntó si yo creía en Dios. Le dije que sí, cómo no iba a creer en Dios a su lado, igual que en la Rima becqueriana, e inmediatamente se acercó un atractivo joven rubio parecido a Brad Pitt; me hablaron los dos de una secta rarísima, invitándome a sus reuniones semanales. ¡Ah!, y podía yo anticipar mi devoción a la causa con un cheque. En ese momento, la Venus me pareció bastante normalita. Buenas noches.
Ahora voy a contar algo que siempre oculté como una vergüenza. El día de mi Primera Comunión en Sevilla, un amigo de mi padre me prometió un magnífico regalo. Bebiendo copas en mi casa estaban y comentando las noticias del ABC, cuando le oí al amigo exclamar, sorprendido por la muerte de alguien: «Nadie se muere de verdad hasta que no aparece su mortuoria en el ABC». Ingenioso, pero yo lo tomé en serio. Ya en el colegio me habían hablado de la muerte y del infierno, ¡a un niño!, arrancándome de un presente de felicidad, porque en aquel tiempo -la infancia- no existía el tiempo para mí. Al saber que las esquelas del ABC mataban de verdad, le dije al amigo de mi padre que ¿por qué ponerlas entonces? Me respondió que tenía toda la razón. Yo quería charlar con él en cada visita suya, a ver si al fin me entregaba el regalo, pero siempre desviaba el asunto metiéndome el miedo en el cuerpo y en el alma con la broma de las esquelas. El fulano sólo quería que yo pensara en esas pobres criaturas ejecutadas por el periódico y no me acordara de su promesa. Llegué a odiar el ABC, hasta que mi padre, alertado, puso las cosas en claro. Nunca recibí el regalo. Esta experiencia fue una eficaz vacuna contra las posibles credulidades del futuro.
Y hablando del ABC, leo la noticia de un acuerdo firmado entre Estados Unidos y Gibraltar sobre el requerimiento por parte norteamericana de información «necesaria para reforzar la legislación fiscal estadounidense, incluida la relativa a cuentas bancarias en Gibraltar». Enternecedor: Gibraltar no desea ser un paraíso fiscal. (Y yo no deseo que me toque la lotería). En el acto de la firma, tras los ministros Peter Caruana y Timothy Geithner, están la bandera americana ...y la de Gibraltar. ¿No será la firma una cortina de humo, mientras la intención real va mucho más lejos, Gibraltar nunca de España? Míster Obama, me dirijo a usted ahora: en este artículo mío he usado alguna cita latina, así que seguiré con el latín. El nombre de usted es Obama, y leído al revés sale «amabo». Seguro que usted entiende lo que significa en español: «Amaré». ¿Amaré qué? Dígase a sí mismo: «Amaré siempre la justicia». ¿Dirá usted un día «amaré el derecho de España a Gibraltar»? ¿Demasiado pedir? Por lo pronto, sepa distinguir las banderas. No borre la imagen que me hice de usted como un Quijote negro.
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